El forastero solitario

 

EL FORASTERO SOLIDARIO

El hombre bajó del taxi y entró a la cafetería más concurrida y recomendable que había en el pueblo. Juan, se alegró al verlo entrar, porque llegaba el mejor cliente que había tenido en su vida de mozo, siempre le dejaba jugosas propinas. Desde hacía unas semanas, el hombre venía todos los días a desayunar. Antes de entrar, compraba al canillita que estaba en la puerta el diario del pueblo, le pagaba y siempre le decía quédate con el vuelto. Se ubicaba siempre en una mesa cerca de la vidriera y mientras leía el diario miraba pasar la gente. Juan comentaba con su patrón, que el hombre probablemente pensara venir a vivir al pueblo y quería familiarizarse con el mismo. El forastero de vez en cuando hacía alguna pregunta a Juan, pero éste no dejaba de percibir, que además el hombre prestaba atención a la conversación de los parroquianos, que a la mañana por lo general no eran muchos.

Cada vez que lo atendía el forastero miraba a los ojos a Juan, una mañana le preguntó si le pasaba algo.

- Estoy muy preocupado. Dijo Juan

- ¿Qué le pasa?

-Tengo que operar a mi hijo y en el hospital de la ciudad cercana, me dan turno recién para dentro de un mes.

-¿Hay clínicas privadas en la ciudad?

-SÍ, pero yo no puedo pagar los honorarios de una operación. Dijo Juan con voz apagada.

El forastero abrió su maletín y saco un fajo de cien billetes de cien, tal cual lo entregan en los bancos y se los dio. Sorprendido Juan atinó a decir.

- Señor, no puedo aceptar este dinero, nunca podría juntar tanta plata para devolvérselo.

-No se los presto, se los doy.

-Pero. ¿Por qué hace eso si no me conoce?

-Para mi bien. En el mundo hay gente que tiene mucha plata y no hace ninguna obra de bien. Otros para mostrar a los demás su generosidad crean fundaciones. Están los que con la mejor voluntad donan plata a instituciones de diversos tipos. Yo prefiero ayudar puntualmente a quién necesita algo en un momento dado. Porque no hay nada mejor que aliviar el dolor o la angustia de una persona en el momento preciso.

- ¿No corre riesgo de que la gente se abuse de su bondad?

-No. Porque con solo mirarlo a los ojos me doy cuenta si mienten, en ese caso no les doy nada.

Juan llegó a su casa contento y contó a su mujer la grata novedad. Ella después se encargó de contar a los vecinos el milagro que había hecho Dios escuchando sus plegarias, enviando a ese buen hombre al pueblo.

Un vecino llamado Arsenio, le pidió a Juan que le presentara ese benefactor, su necesidad era reparar el techo de tejas de su casa, que el granizo había destruido. Recibió dinero suficiente como para hacer la reparación y no pudo al igual que Juan, resistirse de preguntar por qué mostraba tanta generosidad con la gente, recibiendo la misma respuesta, que solo ayudaba a aquellos que decían la verdad sobre cuál era su necesidad.

-Da mucho más placer dar que recibir. Si cuando uno da soluciona un problema puntual a alguien, la satisfacción mayor es para el dador. Nada nos pertenece, somos solo administradores temporarios, hasta de nuestro propio cuerpo. Por eso que, si al dar hacemos bien, contribuimos a nuestra evolución espiritual. Como dice el adagio oriental:

Si el pícaro se diera cuenta del beneficio de hacer el bien, haría el bien por picardía”.

Arsenio propaló por el pueblo la magnanimidad del forastero y la filosofía que lo impulsaba a hacer buenas obras. Esto determinó que cada día que llegaba al café, hubiera gente esperando para hacer su pedido de ayuda. Nadie solicitaba más de lo que necesitaba en ese momento. Unos pedían para una heladera, otros para un colchón o un lavarropas, a todos satisfacía en sus demandas.

Un día al salir del café, el forastero vio un carro de reparto de soda. Mientras el sodero hacía el reparto habitual, un caballo famélico comía el césped de la vereda. Cuando se fue le dio un latigazo y el pobre animal, arrastrando sus años y el carro, se puso en marcha. El forastero le dijo a Juan, dígale a ese hombre que mañana me vea. Al día siguiente después de conversar un largo rato con el sodero le dio dinero para comprar una pick up para hacer el reparto y para que diera de comer al pobre caballo. La noticia corrió como reguero de pólvora y cada día era mayor la cantidad de gente que acudía a pedir algo. En el diario del pueblo se especulaba cuál podría ser el motivo que lo impulsara a esa extremada generosidad. Los vecinos lo veían como un santo y agradecían sus buenas acciones. Pero los políticos se inquietaron, viendo surgir un nuevo líder en el pueblo.

El intendente, había sido el primero que había advertido el peligro que ese entrometido forastero representaba para su reelección, teniendo en cuenta la proximidad de las elecciones. Reunió a su equipo partidario y propuso solicitar al comisario que le prohibiera el ingreso al pueblo, justificando que la prodigalidad de ese extraño corrompía la austeridad republicana que debían tener los ciudadanos. Pero sus adláteres le hicieron ver que esa sería una medida antipopular. Después de un largo debate, se aprobó la moción de un concejal que proponía simular un asalto y despojarlo de su dinero cada vez que viniese, de esa manera se desanimaría y no volvería. Otro concejal aprobó la moción haciendo ver que esa medida tendría un beneficio secundario, el dinero serviría para la campaña política.

Dentro del aparato político había matones a los que encargaron la miserable misión. Una mañana cuando apareció el taxi en el que venía el forastero, dos vehículos lo encerraron obligándolo a detener su marcha. Los matones entraron al taxi y despojaron al visitante de cuatro portafolios que traía con él, obligándolo a volverse por su camino. Sumisamente el forastero obedeció y se retiró del lugar.

En el camino los hombres planearon abrir los cuatro portafolios y sacar un poco de dinero antes de entregarlo al intendente. Pero por más que lo intentaron, no pudieron dar con la clave numérica.

El intendente reunido con sus partidarios, festejaron por el éxito de la acción y por el botín conseguido, pero por más esfuerzo que hacían no podían abrir los portafolios. Al no acertar con la clave que tenía cada cerarradura, trajeron martillo y cortafierro y después de realizar varios intentos tampoco lograron abrirlos Fastidiado el intendente por la contrariedad y fiel a su manera de resolver los problemas, tomó una pistola del cajón de su escritorio y efectuó disparos contra las cerraduras de los maletines logrando así que se abrieran.

La sorpresa fue enorme al descubrir que lo único que tenían dentro esos cuatro maletines era un puñado de piedras.



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