El enfermo solitario

 

                                                                                                                                 El enfermo solitario

Las bruñidas rocas reverberaban los rayos del intenso sol de junio. Los hombres uno a uno iban cruzando el puente, que se balanceaba peligrosamente sobre el precipicio. Hacía más de cinco horas que la caravana había iniciado el cruce y John Smith aún no se decidía a atravesarlo, este puente era más extenso que los anteriores y el miedo lo paralizaba. Era uno de esos antiguos puentes hechos con sogas y tablas sin baranda, suspendidos sobre profundos precipicios, típicos del Turkestán, que son aún los únicos medios de atravesar algunas zonas montañosas del Asia Central.

De una vida cómoda en Boston, joven rico, culto, bien parecido, ahora estaba atrapado en una aventura en tierras inhóspitas, en busca de cura de su enfermedad. No encontrando solución en su país, ni en Europa, había aceptado una invitación de Serguei Nizayán, un azerí petrolero de Bakú,, ex compañero en Harvard, con el que hacía diez años había recorrido Bukhara, Karsi y Samarkanda en viaje de placer, comprando alfombras. Serguei lo había convencido, de integrar una caravana con gente que también buscaba cura de sus males. Se encontraron en Tashkent, de ahí en tren viajaron hacia el sur, luego con diversos medios, caballos, camellos o burritos, hasta un punto cercano a la frontera con Tadzikistán y Afganistán, para integrarse a una enorme caravana, que se dirigiría al Este, hacia un monasterio en lo alto de la montaña, donde un monje realizaba curas milagrosas.

Estaba como hipnotizado mirando hacia abajo, no podía calcular la profundidad del precipicio que se abría a sus pies, allá abajo un río serpenteaba como un hilo de plata. A sus espaldas alguien dijo “dsch” Se dio vuelta, era un derviche danzador que había conocido en Konia, se le acercó y le dijo:

"Quién tiene miedo a morir, muere mil veces”.

Como un autómata cruzó el puente y se unió a los más rezagados

La marcha de la caravana  se hizo lenta y fatigosa, por desfiladeros y estrechas gargantas en la montaña. Cuando al llegar a una meseta decidieron acampar, se encontraron con otra caravana que volvía del monasterio con muy malas noticias:

El santo había muerto.

Ahora ya nada tenía sentido, maldecía haber nacido en este siglo, su abuelo le había contado que hasta fines del Siglo XXI, existían médicos que curaban las enfermedades, pero fueron maltratados por la sociedad y acosados con juicios de mala praxis, lo que desalentó a los jóvenes de estudiar medicina. Uno a uno fueron abandonando la profesión, ya nadie estudiaba esa carrera, por lo que terminó desapareciendo. Al principio ese vacío fue llenado por otros profesionales vinculados a las ciencias médicas, pero agobiados por juicios terminaron dedicándose a otra cosa. Entonces los laboratorios disfrutaron de un buen momento, todos los productos eran de venta libre y se compraban en cualquier comercio; pero un aluvión de juicios por efectos secundarios de los fármacos, determinó que se abandonara la producción de medicamentos y se pasaron entre otras cosas, a la producción de biodiesel, que era más rentable. Por un tiempo quedaron sólo los curanderos, para dar cura a los enfermos, pero también les llegó el turno a ellos pagar por sus equivocaciones y desaparecieron. Entonces se llegó a una situación límite, en la que ni un amigo se animaba a dar un consejo sobre salud, la enfermedad se volvió tema tabu en las conversaciones. Cada uno trataba de curarse con lo que se le ocurría. La gente adinerada hacía largas peregrinaciones en busca de santos milagrosos. Los hospitales se transformaron en museos

Mientras la caravana hacía aprestos para partir al día siguiente, John reflexionaba qué hacer , no tenía valor para volver por el mismo camino. Parte de la caravana seguiría hacia el Este, siguiendo la antigua ruta de la seda y a través de la puerta de Dzungaria entrar en China. Otros se dirigirían al Sur para subir al Indu Kush, donde la gente vivía muchos años. Mientras le transmitía sus dudas a Serguei, un hombre con aspecto de trappa alejado de su monasterio, le ofreció un cuenco de té mantecado y le propuso atravesar el Karakorum y a través de un paso que él conocía, entrar al Tibet.

Sintió que no tenía fuerzas para seguir ningún camino. Alrededor el paisaje de inefable belleza, con las montañas del Tien Shan elevándose majestuosamente hacia el cielo, producía un estado de exaltación mística. Un grupo de tadzikos y kirghises elevaban sus plegarias, un beluche repetía mantras, los prolongados AUM… hacían vibrar el aire, algunos occidentales rezaban siguiendo las cuentas de sus rosarios.

Se arrodilló y mirando al cielo imploró:

Señor alivia el sufrimiento de los enfermos, adelanta la venida del Salvador, si eso aún no es posible, haz que vuelvan los médicos”.






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